En el mundo bajomedieval, la mujer estaba sujeta al control ideológico y moral que marcaba la iglesia, junto al resto de instituciones seculares.
Infravalorada, sin acceso a la mayoría de profesiones, vivía en una sociedad que justificaba la supremacía del derecho y la autoridad del hombre, al que consideraba físicamente más fuerte y con mayor capacidad de razonamiento.
Debía estar vigilada y protegida por el padre, el hermano o esposo.
Según los moralistas de la época el estado que le convenía era el matrimonio.
El convento se reservaba para las clases pudientes dada la elevada dote que exigida para ingresar en él.
Una vez casada, al hombre le correspondía el ámbito público, y a la mujer, el mundo doméstico de la privacidad.
Su misión consistía en estar al servicio en un mundo de hombres; les cocinaban, vestían y cuidaban.
La maternidad era el periodo más destacable de su vida.
Los niños pasaban pronto al mundo paterno, mientras que las niñas permanecían al lado de sus madres, aprendiendo el papel que después habían de representar y trasmitir a su descendencia.
La mujer padecía una completa falta de libertad, aunque algunas llegaron a desempeñar labores profesionales como las jornaleras, mesoneras, cocineras, bordadoras, lavanderas, o pudieron dirigir el negocio familiar, tras la muerte del marido.
Las condiciones de vida mejoraban en ámbitos urbanos y entre los niveles acomodados de la sociedad.
Aquellas de origen humilde, las viudas o solteras sin acceso a una dote para el matrimonio, se ganaban la vida duramente, por lo que en ocasiones, tuvieron que recurrir a amancebamientos o prostíbulos. Una solución intermedia fueron las Casas de las Beatas de la Tercera Regla, donde vivían varias mujeres sin recursos, protegidas por alguna viuda rica. Sin emitir votos religiosos, se dedicaban a las prácticas piadosas y ganaban el pan con su trabajo.