Era hijo de Alfonso XI y de María de Portugal, hija del rey Alfonso IV de Portugal.
Su educación fue muy descuidada, pues Alfonso XI, llevado de su amor a doña Leonor Núñez de Guzmán, abandonó la crianza de su heredero a María de Portugal, la reina consorte, que vivió con su hijo en el alcázar de Sevilla.
Sucedió a su padre, muerto el 26 de marzo de 1350.
Reconocido sin dificultad como rey de Castilla y León a la muerte de su padre, inicialmente controló el poder la facción de la reina madre y del favorito portugués Juan Alfonso de Alburquerque, que le había servido de ayo.
Éste, sospechando de las intenciones de Leonor, aconsejó al rey que prendiera a sus hermanastros Enrique y Fadrique, lo que motivó la primera rebelión de los mismos, pero fueron pronto perdonados por el nuevo monarca que, al aproximarse a Sevilla los que conducían el cadáver de su padre, salió con su madre a recibirle a mucha distancia de la ciudad.
A mediados de agosto Pedro cayó gravemente enfermo.
Los nobles buscaron rápidamente un nuevo heredero, declarándose Alburquerque y otros por Fernando, marqués de Tortosa y sobrino de Alfonso XI, en tanto que muchos más indicaban a Juan Núñez de Lara, descendiente de los infantes de la Cerda por línea femenina.
Tales propósitos quedaron frustrados por el imprevisto restablecimiento del rey, que mandó levantar el sitio puesto a Gibraltar por su parte y que cesara toda guerra con los africanos.
Convaleciente, permaneció Pedro en Sevilla hasta los comienzos del año de 1351, tiempo en que partió para Castilla con su madre y Alburquerque, que continuaba gobernando con despotismo.
Persiguió luego el monarca a un niño de tres años, Nuño de Lara, hijo de Juan Núñez de Lara (que ya había muerto), para despojarle del señorío de Vizcaya, mas no pudo capturarle, si bien hizo suyo por conquista el territorio de las Encartaciones, que realizó Lope Fernández Pérez de Ayala, padre del cronista Pedro López de Ayala. No tardó en fallecer el citado niño.
Entonces 10.000 vizcaínos se prepararon para resistir a las tropas de Castilla.
Sin embargo, Juana e Isabel, hermanas de aquel pequeño, fueron entregadas a don Pedro, y Vizcaya, Lerma y Lara, con otras villas y castillos, se incorporaron al dominio real.
En Burgos recibió el monarca castellano la visita de Carlos II el Malo, de Navarra, a quien regaló caballos y joyas.
Marchó después a Valladolid para celebrar Cortes, en cuya apertura pronunció estas hermosas palabras: "Los reyes y los príncipes viven é regnan por la justicia, en la cual son tenudos de mantener é gobernar los sus pueblos, é la deben cumplir é guardar".
En aquellas Cortes sancionó (1351) un Ordenamiento de menestrales, curiosa ley publicada el 2 de octubre de 1351 a consecuencia de haberse quejado los vasallos de que estaban en el mayor abatimiento porque no se labraban las heredades, y los que las querían labrar pedían tan excesivos precios y jornales que no se podían satisfacer por los propietarios.
Para remediar estos y otros males, el Ordenamiento condenaba la vagancia, prohibía la mendicidad, tasaba los jornales y salarios, ordenaba las horas de trabajo en cada estación del año, y fijaba el valor de los artículos o productos.
A petición de aquellas Cortes ratificó Pedro lo pactado en las Partidas sobre la inviolabilidad de los procuradores de las ciudades y villas, prohibiendo a los Tribunales de justicia «conocer de las querellas que ante ellos dieren de los Procuradores durante el tiempo de su procuración, hasta que sean tornados a sus tierras.»
En las mismas Cortes confirmó, enmendándolo, el Ordenamiento de Alcalá, ley del tiempo de Alfonso XI que daba fuerza legal a las Partidas; sancionó de nuevo el Fuero viejo de Castilla, que publicó en 1356, y con la intervención del rey se aprobaron leyes contra los malhechores, se organizó la administración de justicia, se dictaron las disposiciones para el fomento del comercio, la agricultura y la ganadería, se rebajaron los encabezamientos de los pueblos por haber disminuido el valor de las fincas, se procuró reprimir la desmoralización pública, no menos que la relajación de costumbres en clérigos y legos, y se trató de aliviar la suerte de los judíos, permitiéndoles que en las villas y ciudades ocupasen barrios apartados y que nombraran alcaldes que se entendieran en sus pleitos. Abiertas las Cortes de Valladolid a principios del otoño de 1351, prolongaron sus sesiones hasta la primavera del siguiente año. El rey asistió a ellas hasta mediados de marzo.
Desde Valladolid, de donde salió a finales de marzo de 1352, pasó a Ciudad Rodrigo.
Allí se reunió con su abuelo el rey de Portugal, Alfonso IV, que le dio prudentes consejos para el gobierno, recomendándole especialmente que viviera en paz con sus hermanastros.
Después se dirigió a Andalucía para someter a Alfonso Fernández Coronel, si bien hubo de encomendar bien pronto a otros aquella guerra, por haber sabido que su hermano Enrique se fortificaba en Asturias.
No tardó en conseguir que su hermanastro se le sometiera con las mayores muestras de arrepentimiento.
Con igual rapidez y fortuna sofocó los intentos de rebelión de su otro hermanastro don Tello.
Así pudo volver a Andalucía y dar muerte a Coronel (1353).
Ya era amante de María de Padilla cuando supo que había llegado a Valladolid su prometida esposa Blanca de Borbón, con la que casó el 3 de junio de 1353 por razón de Estado, abandonándola, a los dos días, y haciéndola encerrar en el Alcázar de Toledo; con ello provocó la ruptura con Francia, la caída de Alburquerque y el estallido de una rebelión en Toledo, que pronto se extendió a otras ciudades del reino.
Destituyó al alguacil mayor y a los demás depositarios de la autoridad real nombrados por Alburquerque, reemplazándolos por los Padilla, sus nuevos favoritos.
Quitó el rey el maestrazgo de Calatrava a Juan Núñez de Prado, y se lo dio a Diego García de Padilla (hermano de María), el cual hizo dar muerte a su predecesor.
El apartamiento del señor de Alburquerque del servicio del rey, alentó al monarca para declarar la guerra a su antiguo privado y quitarle los lugares que tenía en el reino, ya fuese por espíritu de venganza, ya por razones políticas, o por ambas cosas a la vez, pues era peligroso que vasallo de tanto poderío tuviese en Castilla pueblos y fortalezas desde donde hacer la guerra y fomentar las rebeliones.
En Portugal vivía Alburquerque cuando recibió un mensaje de los caballeros que por él tenían la plaza de Medellín para que los favoreciese contra Pedro, que los tenía sitiados, o les librase del homenaje que, como guardadores de la plaza, tenían prestado a Juan Alfonso, y éste les levantó dicho pleito por serle imposible el ayudarlos.
Al punto marchó Pedro contra la villa de Alburquerque, pero se negaron a abrirle las puertas.
Estaba dentro el comendador mayor de Calatrava, Pedro Estébanez Carpentero, contra quien dio sentencia el rey por haberle resistido, bien que el sentenciado alegase que ni era alcaide de la fortaleza, ni estaba allí por otra causa que por miedo de ser partícipe de la suerte funesta de su tío don Juan Núñez de Lara, maestre de la Orden.
No fue éste el único castillo que mantuvo el pendón del señor de Alburquerque, por lo que Pedro se apartó de la frontera, no sin dejar en ella a sus hermanos el conde de Trastámara y el maestre de Santiago, y como celoso vigilante de los mismos a Juan García de Villagera, hermanastro de la amante del rey, y a quien se había favorecido con la encomienda mayor de Santiago.
Al mismo tiempo enviaba sus mensajeros a su abuelo el rey de Portugal con quejas contra Alburquerque, los cuales llegaron al tiempo en que se celebraban en Évora las bodas de Fernando de Aragón con doña María, infanta portuguesa.
Allí asistía también Juan Alfonso de Alburquerque, quien, adelantándose a que los mensajeros dieran cuenta de su embajada, dirigió al monarca portugués un razonamiento, enderezado a demostrar cuan enormes eran los agravios que había recibido y recibía aún de Pedro de Castilla, injusta remuneración de su lealtad y de sus largos servicios, según pudieran argüir los testigos a quienes apelaba.
No faltaron en el discurso suaves amenazas contra don Enrique de Trastámara y su hermano, lo que significa que aun no habían comenzados los tratos entre él y ambos señores.
Debían ser también públicas las quejas de Pedro contra la administración de las rentas de Castilla, que Alburquerque manejó durante su privanza, puesto que en su oración dio el portugués terminantes explicaciones acerca de este asunto, y por último se mostró orgulloso de haber procurado al rey un enlace ilustre y la paz con Aragón, Navarra y Portugal. "E todo esto, dijo al concluir, es verdad y notorio en los regnos de Castilla".
A lo cual contestaron los mensajeros emplazando a Juan Alfonso de Alburquerque para que diese sus excusas en Castilla, a lo que se negó, según procedía, porque aún estaba reciente la muerte del maestre Juan Núñez de Lara.
Se puso el rey de Portugal de parte de Alburquerque, que era su huésped y pariente, y lo mismo hicieron otros nobles de su corte
Pero como hablasen algunos caballeros castellanos de la comitiva del novio conforme a la pretensión de los embajadores, se embraveció la disputa de manera, que los festejos estuvieron en punto de ser sangrientos, aunque el rey lo impidió con su autoridad y mandato.
La corte portuguesa pasó después a Estremoz, y con ella iba Juan Alfonso.
Allí recibió éste un secreto mensaje de Enrique y Fadrique, quienes habían sido puestos por su hermano para defender la frontera, en el cual proponían pactos y alianzas a Juan Alfonso, encaminados a lograr los intereses mutuos en desmedro de la corona del rey Pedro.
Acogió bien la demanda el portugués, y se vio con ambos entre Yelves y Badajoz, y tan avanzados iban los tratos, que pusieron preso a Juan García de Villagera, aunque logró escapar a las pocas horas y presentarse a su señor con las tristes nuevas de la conjura.
La reina doña María, madre del rey, no estaba en el secreto, o cuando lo conoció, tuvo reparo en que su hijo la creyese cómplice de tan gran deslealtad, y se apartó de aquellas comarcas, porque la trama estaba ya sin velo y mediaban entre los conspiradores mutuas entregas de castillos, dinero y rehenes.
El propósito de esta alianza, que no fue otro que el de ofrecer la corona de Castilla al infante don Pedro, hijo del rey de Portugal, alegando en su favor el derecho que tenía como nieto de Sancho IV, y frustrando así el más próximo y valedero que, a falta del rey legítimo, correspondía a Fernando de Aragón.
El infante portugués recibió las proposiciones por boca de Álvar Pérez de Castro, hermano de la célebre doña Inés, y las admitió, aunque sabedor su padre de lo que se tramaba, le hizo desistir de ello, siendo acaso parte en su resolución última su hermana doña María, madre del rey de Castilla con quien entonces andaba, y la cual fue a juntarse con don Pedro en Toro.
No sólo a la población castellana movía a piedad la suerte de la reina doña Blanca, abandonada y presa, sino también el mismo jefe de la cristiandad mandaba graves amonestaciones y censuras al rey.
El vizconde de Narbona y los demás caballeros franceses que vinieron acompañando a la reina, llevaron sin duda al otro lado de las fronteras españolas las quejas contra el rey, y el Papa quiso poner mano para cortar el escándalo, como su alto ministerio y providente autoridad exigían.
En 1353 dirigió sus primeras advertencias al monarca, pero fueron desoídas y burladas.
Regía entonces la católica grey Inocencio VI, y en vista de la conducta del monarca de Castilla, apeló a medios más eficaces para apartarle de la amistad de doña María de Padilla y unirle a su esposa.
Se consiguió entonces que el rey pasase en Valladolid dos días más al lado de Blanca.
Pero el rey no hizo caso a tales quejas, y ya tenía tratos de casamiento con doña Juana de Castro, mujer viuda de noble prosapia, a pesar de que vivía su esposa Blanca y su amante María.
Acreditan los hechos que Juana se resistía al amoroso atrevimiento de Pedro, aun cuando éste ofrecía casarse con ella, puesto que la viuda creía válido el matrimonio de Pedro con Blanca.
La pasión acalló de continuo toda prudencia en el rey, quien no sólo ofreció varios lugares y castillos en prenda de que celebraría el matrimonio, sino también probar que no era válido el matrimonio de Valladolid.
Cuáles razones secretas dio a Juana no es hacedero averiguar, pero sí consta para baldón eterno de quienes lo hicieron, que dos obispos, don Juan de Salamanca, y don Juan de Ávila, por temor inicuo al rey, y tomando como valederas ciertas reservas mentales que según éste hizo en Valladolid al llevar a los altares a su mujer, declararon nulo el matrimonio con ésta y acallaron los escrúpulos de Juana, aunque no la severa condenación de la historia, ni tampoco la del Papa.
Los casó el obispo de Salamanca en Cuéllar, y tomó Juana el título de reina, aunque al día siguiente la abandonó el rey para irse a Castrojeriz, alterado, más que por el adulterio, por las nuevas que le trajo uno de los suyos.
La noticia del nuevo atentado llegó pronto al Pontífice, que comisionó a Beltrán, obispo de Sena o Cesena (episcopus senecensis, dicen los documentos) para que formase proceso canónico contra los obispos de Salamanca y Ávila, y conminase al rey con graves penas para que abandonase a Juana y se uniese a su esposa, y de no hacerlo le daba plena autoridad para proceder, no sólo contra el monarca, sino contra sus ayudas y cómplices, siquiera fuesen arzobispos, obispos, cabildos, monasterios, duques, condes, vasallos, castillos y lugares. Y llevando más allá su solicitud, todavía escribía al monarca reprochándole con duras frases sus delitos contra la pública honestidad y el olvido de los deberes de su rango supremo, esperando que al fin volviera a vida mejor y al cariño de su consorte.
Los encuentros entre el rey y María de Padilla cesaron tanto por la condenación papal como por los nuevos amoríos entre don Pedro y Juana de Castro.
Doña María se dirigió entonces al Papa, demandándole licencia para fundar un monasterio de monjas clarisas en la diócesis de Palencia, de donde era originaria, o en otra parte, porque se conoce que todavía no estaba acordado el sitio donde erigir la santa casa destinada a escuchar las oraciones de vírgenes sin mancilla que pidiesen a Dios según las intenciones de la fundadora, siendo de advertir que el rey favorecía las pretensiones de su dama, como resulta de los documentos pontificios que vinieron de Aviñón, y aun cuando, según se dio a entender al Papa, el propósito de María era hacer en el monasterio vida penitente.
Se frustraron luego estos proyectos a que el pontífice daba calor con la esperanza no oculta de que Pedro se aviniese al fin con la reina y aun con Juan Alfonso de Alburquerque y otros señores entonces ya apartados de la real merced.
Se fundó el monasterio en Astudillo no mucho después, pero no entró en él María, antes al contrario, roto el lazo traidor que sujetó durante breves horas a Juana de Castro, volvió el rey a su antiguo amor, único al que permaneció constantemente fiel
Fernando de Castro, un hermano de Juana, deseoso de venganza, acaudilló nueva rebelión.
Creció en tanto el partido de doña Blanca, que llegó a contar con la ayuda de los hermanastros del rey, Alburquerque, los infantes de Aragón Fernando y Juan, Leonor, viuda de Alfonso IV de Aragón, la madre del rey, la poderosa familia Castro y muchos nobles, todos los cuales exigían con las armas que Pedro hiciera vida conyugal con doña Blanca.
Esto era el pretexto. Lo que en verdad reclamaban era su perdida influencia en la corte.
Como jefe de la liga figuraba Alburquerque, que falleció en octubre de 1354, con sospechas de haber sido envenenado por orden del rey.
Los demás confederados no cejaron en sus planes.
En el lugar de Tejadillo, entre Toro y Morales, conferenció Pedro con los nobles de la liga, mas no se llegó a un acuerdo.
Toro, villa de la reina madre, se convirtió en el cuartel general de los confederados.
Juzgó prudente el monarca trasladarse a dicha plaza, en la que se le trató con respeto; mas como no le permitían hablar libremente con las personas que le visitaban, se consideró preso.
Cedió en apariencia a cuantas demandas le hicieron; ganó en secreto a los infantes de Aragón con magníficas promesas y cesiones de tierra; practicó lo mismo con otros caballeros; atrajo a don Tello ofreciéndole el señorío de Vizcaya, y así, en diciembre de 1354, pudo huir a Segovia.
Se dirigió después a Burgos, donde reunió Cortes que le concedieron subsidios para someter a los rebeldes.
También Toledo, que debido al paso de Blanca por la ciudad, se había sublevado a favor de ésta.
En Medina del Campo mandó matar el rey a Pedro Ruiz de Villegas, a Sancho Ruiz de Rojas y a un escudero de aquel, a todos los cuales poco antes había otorgado mercedes en Toro.
Acometió a esta ciudad, pero suspendió sus ataques para someter a Toledo, dónde se trabó un combate, de una parte sostenido por los judíos y partidarios del rey, y de la otra por los soldados de la liga y los toledanos, que estaban por la resistencia.
El 8 de mayo de 1355 entraban en la ciudad las primeras tropas reales.
El monarca, que las seguía, hizo que a los pocos días fueran decapitados dos caballeros y 22 vecinos de Toledo.
Luego marchó contra Toro con su hueste; corrió la comarca apoderándose de algunas villas; despreció las intimidaciones de un legado pontificio, que le imponía a vivir en paz con Blanca y con los señores, y no sin lucha entró en Toro, donde quitó la vida a muchos de sus enemigos (1356).
Pasado algún tiempo surgió la guerra con Aragón. He aquí la causa: nueve galeras catalanas, armadas por Mosén Francisco de Perellós con licencia del aragonés Pedro IV para ir en auxilio de Francia contra Inglaterra, arribaron a Sanlúcar de Barrameda en busca de víveres y apresaron en aquellas aguas a dos barcos de Génova, República que entonces se hallaba en guerra con Aragón. Pedro I, que se hallaba en dicho puerto, requirió a Perellós para que abandonase su presa; y como el aragonés no lo hiciera, se quejó a Pedro IV, quien regateó las satisfacciones.
El rey de Castilla, previa declaración de guerra, rompió las hostilidades, que hasta principios de 1357 se limitaron a escaramuzas.
Antes se había embarcado en Sevilla y perseguido con algunas galeras a Perellós hasta Tavira, pero no pudo darle alcance.
Según una memoria de la época, fue el primer rey de Castilla que se embarcó para hacer la guerra por mar.
En la lucha entre los dos reinos cristianos, Enrique con otros castellanos favoreció a Pedro IV, y el infante don Fernando, hermano del rey de Aragón, ayudó a Pedro I.
Entre los dos monarcas mediaron cartas de desafío, el cual no llegó a verificarse por exigir el aragonés que Pedro I acudiera al campo de Nules, mientras el castellano le emplazaba ante los muros de Valencia, ciudad que tenía sitiada Pedro I y a cuyo socorro parecía natural que acudiese el soberano de Aragón.
En 1357 penetró el rey de Castilla por tierras de Aragón y se apoderó de Tarazona (9 de marzo).
En aquel tiempo hizo ejecutar a Juan Alfonso de la Cerda.
Por las instancias de un cardenal legado se firmó (8 de mayo) entre ambos reyes una tregua de un año.
Regresó Pedro I a Sevilla; una vez más desoyó los consejos del Papa, que en un breve le recomendaba el respeto a su esposa legítima
Preparó las fuerzas que debían continuar la lucha contra Aragón
Para proporcionarse recursos profanó los sepulcros de Alfonso el Sabio y de la reina Beatriz, despojándolos de las joyas de sus coronas
Tuvo amores con Aldonza Coronel, y en vano trató de seducir a una hermana de ésta llamada María.
En 1358 quitó la vida a su hermano Fadrique, y poco después a don Juan, infante de Aragón, hijo de Pedro IV. Prendió la madre de este último, doña Leonor, a la esposa del mismo, Isabel de Lara, y confiscó los bienes de una y otra.
En Burgos recibió las cabezas de seis caballeros, a los que había condenado a muerte antes de salir de Sevilla.
Supo que su hermano había penetrado en la provincia de Soria en son de guerra y que el infante don Fernando, marqués de Tortosa, invadía el reino de Murcia e intentaba apoderarse de Cartagena (1358).
Resistió a todos sus enemigos; se presentó con 18 velas en las costas de Valencia; y aunque una tempestad le quitó 16, le bastaron ocho meses para construir 12, reparar 15 y llenar de armas y municiones de todas clases a los almacenes, a la vez que obtenía 10 galeras del rey de Portugal y tres del emir de Granada.
Renovadas (1359) por un legado de Inocencio VI las negociaciones para la paz entre Castilla y Aragón, no pudo llegarse a un acuerdo.
Pedro I, para vengarse del infante don Fernando, quitó la vida a su madre, la reina viuda doña Leonor, y por odio a don Tello hizo matar en Sevilla a la esposa de éste, Juana de Lara; poco después mandó a envenenar a Isabel de Lara, viuda del infante don Juan.
De Sevilla partió (abril) una escuadra de 40 galeras, 80 naos, tres galeones y cuatro leños.
Llegó sin encontrar enemigos hasta el puerto de Barcelona, y, no pudiendo tomarlo después de dos ataques, el rey de Castilla se trasladó a Ibiza; pero la noticia de que el aragonés se acercaba con 40 galeras le hizo desistir de la nueva conquista y se volvió a Almería.
Ya en la península, se opuso a que las Órdenes de caballería pagasen al Papa el diezmo.
Supo luego que sus tropas habían sido derrotadas en Araviana.
Irritado, mandó dar muerte a sus hermanos Juan y Pedro, de diecinueve y catorce años respectivamente, quitando así competidores a su hijo Alfonso.
En el mismo año (1359) tuvo por manceba a María de Hinestrosa, hija de Juan Fernández de Hinestrosa, casada con Garcilaso Carrillo, que entonces se pasó al partido de Enrique.
Doña María de Hinestrosa era prima de María de Padilla y dio a su amante un hijo que se llamó Fernando.
Viendo Enrique (1360) aumentado su partido, no dudó del buen éxito de una invasión en Castilla.
En ella penetró y al poco tiempo se apoderó de Nájera.
Creciendo la furia de Pedro I, hizo asesinar a Pedro Álvarez de Osorio, a dos jóvenes hijos de Fernán Sánchez de Valladolid y al arcediano Diego Arias Maldonado.
Con un ejército que por lo menos contaba 10.000 infantes y 5.000 jinetes marchó en busca de su hermano, a quien halló cerca de Nájera.
Cuenta el cronista Ayala que allí se le presentó un sacerdote de Santo Domingo de la Calzada, diciéndole que el patrón de su pueblo le había mandado anunciarle que, si no se guardaba, su hermano Enrique había de matarle por sus propias manos.
El rey mandó quemar al clérigo delante de sus tiendas.
En el mismo día atacó y venció a Enrique junto a los muros de Nájera (a finales de abril)
Los vencidos se encerraron en dicha ciudad, y el monarca, lejos de acometerlos, regresó a Sevilla, donde se hallaba a mediados de agosto.
En la capital andaluza mató al capitán valenciano y a las tripulaciones de cuatro galeras aragonesas, apresadas por naves de Castilla.
Por entonces firmó con el rey de Portugal un pacto para la mutua entrega de las personas refugiadas en sus reinos.
Así pudo el castellano vengarse de los señores que le fueron entregados, uno de ellos Pedro Núñez de Guzmán, que sufrió cruel muerte en Sevilla.
También por orden de Pedro I perecieron en aquellos días Gutiérrez Fernández de Toledo, Gómez Carrillo (hermano de Garcilaso) y Samuel Leví, siendo además desterrado a Portugal el arzobispo de Toledo, hermano de Gutiérrez Fernández.
Renovando las hostilidades contra Aragón, ganó Pedro I (1361) las fortalezas de Verdejo, Torrijos, Alhama y otras
Pero temiendo un ataque de los granadinos, accedió a las súplicas del cardenal de Bolonia y ajustó la paz con Pedro IV (18 de mayo), obligándose ambos reyes a restituirse los castillos y lugares conquistados.
En aquel año fallecieron Blanca de Borbón, según algunos envenenada por su esposo, y María de Padilla.
En el mismo tiempo intervino el rey de Castilla en los asuntos de Granada hasta dar muerte a Mohammed Abú Said (1362) en Sevilla.
En esta ciudad reunió Cortes generales (abril de 1362), que reconocieron como herederos de la corona a los hijos del rey y de María de Padilla.
Celebró en Soria (junio) una entrevista con el rey Carlos II de Navarra "el Malo", prometiéndose los dos mutua ayuda en cuantas guerras emprendiesen, y ajustó otra alianza con Eduardo III de Inglaterra, y su hijo, el Príncipe Negro, así llamado por el color de sus armas.
Preparado de esta manera, invadió el territorio aragonés sin previa declaración de guerra, cuando Pedro IV se hallaba en Perpiñán sin tropas, y en pocos días ganó los castillos de Ariza, Ateca, Terrer, Moros, Cetina y Alhama; pero no pudo tomar a Calatayud, aunque la combatió con toda clase de máquinas.
Sin llevar más adelante las conquistas, volvió a Sevilla.
Al año siguiente (1363), prosiguiendo la guerra con Aragón, hizo suyos los lugares de Fuentes, Arándiga y otros; ganó por sorpresa a Tarazona; entró en Magallón y Borja.
También recibió refuerzos de Portugal y Navarra.
A su vez Pedro IV celebró un tratado con Francia y otro secreto con Enrique, el hijo de Alfonso XI, estipulando que el aragonés le ayudaría con todas sus fuerzan a conquistar el reino de Castilla, cediéndole Enrique en premio la sexta parte de lo que ganasen.
Pedro en tanto adquiría las plazas de Cariñena, Teruel, Segorbe y Murviedro, más los castillos de Almenara, Chiva, Buñol y otros.
En todas partes dejaba guarniciones, con lo que disminuyó sus fuerzas, y castigaba cruelmente a los vencidos.
Llegó hasta los muros de Valencia; sostuvo muchos combates con sus moradores.
El nuncio apostólico Juan de la Grange logró al cabo que se ajustase la paz (2 de julio de 1363) entre los reyes cristianos.
Se dice que una de las condiciones secretas fue la de que Pedro IV daría muerte a Enrique y al infante don Fernando, que en efecto fue asesinado poco después.
El convenio, sin embargo, no llegó a ratificarse, y se renovaron las hostilidades en la frontera de Aragón.
Pedro, que tenía una nueva favorita llamada Isabel, penetró (1364) por el reino de Valencia, sembrando el terror y apoderándose de Alicante, Elda, Gandía y otros castillos.
Llegó hasta la huerta de Valencia y estuvo a punto de ser sorprendido en El Grao.
Entonces mediaron entre los dos reyes los carteles de desafío antedichos.
El castellano se embarcó para perseguir a las naves aragonesas, más una violenta tempestad le puso en trance de muerte, por lo que regresó a Murviedro, y luego a Sevilla, donde le esperaba la citada Isabel, que dio luz a un hijo llamado Sancho.
Enrique, el hermano de Pedro, tomando a sueldo en Francia un ejército auxiliar compuesto de aventureros, que formaban allí las tropas irregulares llamadas compañías blancas por el color de sus banderas
Contando además con el auxilio de Aragón, pasó con sus tropas desde este reino a Castilla (marzo de 1366)
En Calahorra, que ni siquiera pensó en resistirse, fue proclamado por los suyos rey de Castilla y León, ganando bien pronto las plazas de Navarrete y Briviesca.
Recibió Pedro estas noticias en Burgos y apresuradamente marchó a Sevilla.
En aquel tiempo hizo dar muerte a Juan Fernández de Tobar hermano del gobernador que había entregado Calahorra.
Al cabo de veinticinco días todo el reino se hallaba bajo la obediencia de Enrique, excepto Galicia, Sevilla y algunas otras ciudades y villas.
Huyó Pedro a Portugal, de allí a Galicia, y embarcándose en la Coruña se trasladó a la ciudad francesa de Bayona, no sin antes ordenar la muerte (29 de junio) de don Suero García, arzobispo de Santiago.
Sevilla se rindió a Enrique.
En Bayona el rey don Pedro obtuvo el auxilio del príncipe de Gales, comprometiéndose a pagar los gastos.
Sin que el navarro pusiera obstáculo, Pedro y su aliado con un ejército pasaron por Roncesvalles y entraron en Castilla (1367).
Ganaron (3 de abril) la batalla de Nájera, en la que cayó prisionero Beltrán Duguesclín; caballero francés que acompañaba a Enrique, y éste hubo de refugiarse en Aragón.
En el mismo campo de batalla mató Pedro al desarmado caballero Iñigo López de Orozco, y en Toledo, Córdoba y Sevilla, creyéndose seguro en el trono que había recobrado, quitó la vida a los que juzgaba enemigos.
El Príncipe Negro, viendo que el rey no cumplía sus promesas, salió de la Península Ibérica en agosto.
Al saberlo Enrique que se hallaba en Francia, pasó con un ejército por Aragón; entró en Castilla; llegó a Calahorra; fue bien recibido en Burgos; ganó para su partido Córdoba, Castilla la Vieja y la comarca de Toledo, y vio transcurrir el resto del año y el siguiente de 1368 dueño de la mitad del reino, pero sin decidir la contienda.
Pedro, a quien el rey de Granada envió 7.000 jinetes y mucha infantería, se defendió en Andalucía
Pero a principios de 1369 resolvió ir en auxilio de la ciudad de Toledo.
Hizo dar muerte en Sevilla a Diego García de Padilla y emprendió la marcha.
En el camino halló a su hermano, a quien acompañaba Duguesclín, y trabaron combate cerca del castillo de Montiel.
Sus tropas, compuestas principalmente por moros y judíos, fueron derrotadas.
Se encerró en dicha fortaleza (14 de marzo), y, sitiado en ella por su hermano, entró en tratos con Duguesclín para lograr la fuga.
El francés lo condujo a una tienda en la que se hallaron frente a frente Pedro y Enrique.
Corrió el uno contra el otro y abrazados cayeron al suelo, quedando encima Pedro; pero Duguesclín, pronunciando las célebres palabras ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor, cogió del pie a Pedro y le puso debajo.
Entonces Enrique clavó muchas veces su daga en el cuerpo de su hermano, cortándole luego la cabeza, que fue arrojada al camino, y poniendo el cuerpo entre dos tablas en las almenas del castillo, que se rindió en el mismo día.
Murió en Montiel, La Mancha el 23 de marzo de 1369
La acción de haber dado vuelta a los combatientes se atribuye por algunos al vizconde de Rocaberti, caballero aragonés. El hecho parece más propio de la gran fuerza física de Duguesclín.
Sepultado en Montiel el cadáver de Pedro I, fue trasladado a la Puebla de Alcocer y desde allí (1446) a la iglesia del monasterio de Santo Domingo el Real, que ya no existe, en Madrid.
Era blanco, de buen rostro autorizado con cierta majestad, los cabellos rubios, el cuerpo descollado, y ceceaba un poco a la manera andaluza.
Su cuerpo no se rendía con el trabajo, ni el espíritu con ninguna dificultad.
Gustaba principalmente de la cetrería, era muy frugal en el comer y beber, dormía poco, y fue muy trabajador en la guerra.
Poseyó una desmedida avaricia, que se dejó dominar por la lujuria y que fue cruel y sanguinario.
Dejó tres hijas de María de Padilla: Beatriz, nacida en 1353, que profesó en el monasterio de Santa Clara en Tordesillas; Constanza, esposa de Juan de Gante, duque de Láncaster, y madre de Catalina, mujer de Enrique III de Castilla; e Isabel, que dio su mano a Edmundo, duque de York e hijo del rey de Inglaterra.
Juana de Castro le dio otro hijo, que se llamó Juan
De María González de Hinestrosa nació uno, Fernando, a quien su padre hizo señor de Niebla, pero que debió de morir en la niñez.
Otros dos hijos de Pedro, llamados Sancho y Diego, tuvieron por madre a Isabel, aya del niño Alfonso, hijo del rey y de María de Padilla.
Según parece, dejó el monarca algunos otros hijos naturales, cuyos nombres no han llegado hasta nosotros.
El reinado de Pedro fue fructífero para las Artes y las Letras.
Por orden suya se erigieron alarifes moros o mudéjares, sobre los restos del alcázar de Sevilla, palacio de los antiguos reyes musulmanes, grandioso monumento del arte oriental similar en estilo a la Alhambra de Granada.
Existía la creencia de que en el pavimento del alcázar quedó indeleble sobre un mármol de rojizas vetas la sangre de Fadrique.
En Toledo y en otras muchas partes defendieron los judíos decididamente la causa de Pedro. Éste los protegió sin vacilaciones, y trabó amistad con varios de ellos. Tal fue el caso del rabino Sem Tob, también llamado don Santos, natural de Carrión, quien escribió un poema titulado Consejos et documentos al rey don Pedro.
Los cronistas contemporáneos de Pedro le calificaron de Cruel; pero en los siglos XVII y XVIII aparecieron defensores, e incluso apologistas, que le apellidaron Justiciero.
La tradición popular ha visto en este monarca un rey justiciero, enemigo de los grandes y defensor de los pequeños.
El pueblo recelaba de la nobleza, por lo que las venganzas del monarca, que recaían por lo general en aquella clase, a menudo fueron percibidas como legítimos actos de justicia.